El mate y la luna*
Cuenta una leyenda guaraní que una bella diosa, de larga cabellera negra y rostro blanco como la nieve, estaba tan enamorada de los humanos que se pasaba horas y horas observándolos fascinada desde las alturas de los cielos. Una tarde de verano, a la hora calurosa de la siesta, logró convencer a su padre, el dios de todos los dioses, de que le concediera la aventura de caminar durante al menos unas horas, en secreto, por los infinitos senderos de tierra roja que se adentran en las grandes y estruendosas cataratas de agua en la selva misionera. Allí, los humanos, a quienes la diosa tanto admiraba, vivían en chozas de paja y adobe, felices, en comunidad y en contacto con la Madre Naturaleza.
Así fue que, saltando de alegría, la diosa descendió esa misma noche finalmente a la Tierra. Con los ojos bien abiertos, como una niña curiosa, y descalza para desplazarse con mayor libertad por la profunda armonía de la tupida vegetación, se movía con la presteza de una gacela, envolviéndose entre aromas de helechos y hierbas salvajes, sonriendo ante cada uno de los misteriosos ruidos nocturnos que habitaban la jungla.
Fue mientras estaba hipnotizada por el sonido seseante que rodeaba un panel de abejas cuando, de repente, un yaguareté se cruzó en su camino. La miró fijamente. Rugió con actitud amenazante, preparándose para atacar. El pánico paralizó a la diosa. Convertida en humana, había perdido todos los poderes capaces de salvarla de semejante peligro. Cerró los ojos y la boca, esperando lo peor. En cambio, escuchó el murmullo de una voz, a unos pocos metros de distancia. Llenándose de coraje, abrió los ojos. Vio que un joven de piel morena y cabellos marrones, vestido únicamente con un taparrabos, estaba arrodillado al lado del yaguareté, y susurraba al oído del animal palabras en un idioma extraño, que la diosa jamás había escuchado. Al cabo de un instante, el yaguareté se sentó sobre sus dos patas traseras. Bostezó abriendo la boca desfachatadamente y exhibiendo sin querer la fiereza de sus dientes. Empezó a jugar dando zarpazos a las lianas que colgaban delante de su cabeza. Y la diosa entendió que la paz había vuelto a reinar en la selva.
“Me llamo Arami”, dijo el muchacho, mientras acariciaba al apaciguado felino y, al mismo tiempo, hacía una leve reverencia ante la muchacha.
“Gracias, Arami, por tu ayuda. Mi nombre es Jasy, y los cielos te estarán agradecidos eternamente por haberme salvado la vida”, respondió, emocionada, la diosa.
“Falta mucho para el amanecer, y no es bueno andar por la selva a estas horas de la noche. Mucho menos hoy que la oscuridad es mayor porque no está la luna. Si así lo deseas, puedes venir a descansar a la choza de mi familia, Jasy”.
Apenas Arami había terminado de pronunciar la palabra “luna”, la diosa había esbozado una sonrisa. Sonrojándose, había bajado la mirada y con la mano se había tapado la boca.
Quién será esta extraña y bella muchacha, se preguntó Arami, sumamente intrigado.
Más tarde, mientras dormía, el muchacho soñó el sueño más extraño que jamás había soñado. Flotaba sobre una selva inmensa, profusa en vegetación blanca y plateada. Por entre altísimos árboles de color pálido pero aspecto vigoroso, Jasy lo miraba y le sonreía, con los mismos ojos y la misma sonrisa que él había contemplado, horas antes, mientras acariciaba al yaguareté, en la vigilia. Sin dudas, se trataba de la misma muchacha. Excepto que, en el sueño, era tan, pero tan alta, que su rostro se elevaba por encima de la ciudad, iluminándola con una suave y brillante luz blanquecina; y su cabellera era tan, pero tan larga y tan negra, que cubría todo el cielo con una noche azabache en la que brillaban pocas estrellas. En un instante de lucidez, Arami se dio cuenta de que, en realidad, no flotaba sino que paseaba por la oscuridad blanca de las alturas sentado plácidamente sobre la palma de la mano de Jasy.
“Como recompensa por haberme salvado de las garras del yaguareté”, le dijo Jasy, “mañana, cuando despiertes, encontrarás en el jardín de tu casa una planta nueva. Su nombre es Caá y, después de tostar y moler sus hojas, prepararás con ella una infusión que llamarás mate. Compartirás la bebida con aquellas personas hacia las que tu corazón se sienta atraído. Con cada sorbo que beban, tú y tus amigos recrearán y manifestarán la alegría que nace cuando los humanos descubren la divinidad en lo cotidiano: ese encuentro tan sagrado y perfecto como la redondez de mi cuerpo navegando entre las constelaciones”.
A la mañana siguiente, Arami no halló a Jasy en el lecho improvisado de paja en el que se había dormido. Sí encontró, en el centro de su jardín, la planta de yerba mate. Cumplió con las instrucciones que había recibido en el sueño y, finalmente, a la hora del atardecer, sentado sobre el césped verde esmeralda que crecía de la tierra roja, colocó las hojas molidas en una calabaza hueca. Despacio, muy despacio, agregó agua caliente. Uno, dos, tres y cuatro sorbos, a través de una delgada caña. Apenas la infusión empezó a recorrer su cuerpo, Arami creyó escuchar la sonrisa de Jasy cantando ecos en la brisa fresca que lo rodeaba. Levantó la mirada, como para encontrarla. Estaba atardeciendo. El rumor de la sonrisa empezó a desvanecerse, elevándose en el aire de la noche joven, hacia el extremo del horizonte este. Allí mismo, por detrás de nubes delgadas, el nítido hilo anaranjado de una resplandeciente luna nueva desplegaba sus primeras luces sobre la verde y tupida selva misionera.
*Adaptación de la leyenda guaraní.
One thought on “Leyenda del Mate y La Luna”
Comments are closed.